En junio de 1941 nueve gobiernos en exilio tenían sus sedes en Londres. Hacía 22 meses que la capital británica sufría los efectos de la guerra, y en sus calles destrozadas por las bombas alemanas se oía aún, con demasiada frecuencia, el clamor de las sirenas de alarma.
El Eje se había apoderado de casi toda Europa, y los barcos que atravesaban el Atlántico, cargados con artículos indispensables, se perdían en el mar con trágica regularidad. Pero la fe en la victoria final no se había extinguido ni en Londres ni entre los gobiernos y los pueblos aliados.
Ya entonces se miraba más allá de la victoria militar en busca de un porvenir más estable para los años de la posguerra.
«¿Para qué triunfar si hemos de seguir viviendo con el temor de otra guerra? ¿No debiéramos ya trazarnos propósitos más fecundos que los que representa la victoria militar? ¿No sería posible proyectar una mejor existencia para todos los países y así cortar de raíz la causas de la guerra?»
Tales eran las angustiosas preguntas que se hacían muchos, no sólo en la Gran Bretaña, sino en todos los países aliados.
12 de junio de 1941 || Una Declaración Inter-Aliada
El duodécimo de ese mes los representantes de Gran Bretaña, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y la Unión de Sudáfrica y de los gobiernos en el exilio de Bélgica, Checoslovaquia, Grecia, Luxemburgo, los Países Bajos, Noruega, Polonia, Yugoslavia y del General de Gaulle de Francia, se reunieron en el Palacio de St. James y firmaron una declaración.