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El Holocausto y la colección de documentos de debate de las Naciones Unidas

Auxilio y rescate durante el Holocausto: el valor de ayudar

Por Mordecai Paldiel Disponible en inglés

En una noche clara iluminada por la luna, cuando yo tenía 6 años, caminaba penosamente por un campo alejado y poblado de árboles junto a mis padres, mi abuela y mis cinco hermanos, a uno de los cuales cargaba yo en brazos con dificultad. Caminamos lentamente hacia la cerca de doble alambrado de púa que separaba a Francia de Suiza. Era la noche del 8 de septiembre de 1943, día en que Italia se rindió a los Aliados, y los alemanes estaban por asumir la vigilancia de esa parte de la frontera. Hasta entonces eran los italianos los que cumplían esa función.

Antes de este intento de huida, mi familia se había mudado de un lugar a otro, durante tres años, en pos de seguridad en la zona de Vichy en Francia. Habíamos huido allí desde Bélgica, después de que los alemanes invadieran el país el 10 de mayo de 1940. En nuestra primera mudanza, partimos de la pequeña ciudad de St. Gauden, al pie de los Pirineos, desde donde intentamos cruzar a España. Cuando no pudimos hacerlo, nos trasladamos a Marsella. Poco después de que los alemanes ocuparan la ciudad en noviembre de 1942, huimos al pueblecito de Varces, en la zona italiana de Francia cercana a Grenoble.

Ahora, ante la partida de los italianos, mis padres decidieron, en un último y desesperado intento, cruzar a Suiza. Con la ayuda de dos franceses, pudimos cruzar sanos y salvos, pero fuimos detenidos por una patrulla fronteriza suiza. Aunque nos internaron, afortunadamente no nos deportaron a Francia, que entonces estaba enteramente bajo el control de la Alemania nazi.

El hombre que lo hizo posible fue un sacerdote francés llamado Abbé Simon Gallay, quien vivía en la pequeña ciudad de Evian-les-Bains. Mi madre lo había conocido tan solo unos pocos días antes, pero le habían dicho que el Abbé Simon Gallay era un sacerdote afable que nos ayudaría. Cuando mi madre se puso en contacto con él, inmediatamente le prometió que se ocuparía de arreglar nuestra huída a Suiza. Y fue fiel a su promesa.

Muchas décadas más tarde, cuando estuve a cargo del Programa de los Justos de las Naciones (1) de Yad Vashem, la Autoridad para el Recuerdo de los Mártires y Héroes del Holocausto, me prometí tratar de encontrarlo. Abrigaba la esperanza de que aún viviera, para poder expresarle personalmente mi agradecimiento en nombre de mi familia y de la institución para la que yo trabajaba. Mis padres, que aún vivían al final de la década de 1980, me habían dicho cuán afortunados habían sido por haber descubierto a este salvador. Cuando lo conocieron, ya no sabían más qué hacer para hallar la forma de eludir a los alemanes. Por otros documentos a los que tuve acceso, me enteré de cómo el Abbé Simon Gallay había ayudado a otros judíos que habían intentado huir hacia un lugar seguro. Para mi sorpresa, tuve la buena fortuna de encontrarlo en un hogar de retiro católico en Annecy. Me relató su encuentro con mi madre, que había ido a rogarle que la ayudara.

Cuando en 1990 se confirió al Abbé Simon Gallay la distinción de Justo de las Naciones, por haber arriesgado su propia vida para salvar a mi familia y a otras personas, viajé a Francia para entregarle personalmente la medalla y el diploma de honor en representación de Yad Vashem y del Estado de Israel. Le presenté la distinción en una ceremonia de gran prestigio, a la que asistieron funcionarios laicos y religiosos.

Ese mismo año, planté un árbol a su nombre en la Avenida de los Justos, en Yad Vashem. Me sentí feliz de haber cumplido con el compromiso que me había impuesto de manifestar mi agradecimiento y aprecio al salvador de mi familia, el Abbé Simon Gallay, hombre que había hecho posible que mi familia siguiera con vida y fuera del alcance de quienes deseaban exterminarnos por el simple hecho de que hubiéramos nacido.

El ejemplo del Abbé Simon Gallay sirvió de inspiración para ayudar a otros sobrevivientes a honrar a sus salvadores gracias a mi cargo de Director del Departamento de Justos de las Naciones del Monumento de Conmemoración del Holocausto de Yad Vashem. Durante mis 24 años como jefe de ese departamento, me encargué de buscar y honrar a miles de personas no judías que habían rescatado a judíos, hombres y mujeres de diversos países y extracción social que arriesgaron sus vidas para salvar a los judíos de los nazis. Reafirmaron así su compromiso con una humanidad orientada por valores morales que no era numerosa durante el sombrío período del régimen nazista y que estaba siendo puesta en peligro por una de las fuerzas más brutales e inmorales que han mancillado los anuales de la vida civilizada.

El programa se estableció en virtud de una ley sancionada por el Parlamento de Israel en 1953. Pasaron nueve años más hasta que la ley se hizo realidad, merced, en gran medida, a las revelaciones que se hicieron durante el juicio contra Adolf Eichmann en Jerusalén, que concluyó en 1962. Eichmann fue uno de los altos oficiales de la SS(2) a cargo de la llamada “Solución final de la cuestión judía”. Capturado en la Argentina en 1960, donde había vivido al amparo de un nombre ficticio desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, fue traído a Israel para su enjuiciamiento. Los horrendos detalles de la exterminación en masa de judíos quedaron al descubierto en este juicio gracias a las declaraciones de los testigos. Sin embargo, algunos de los testimonios revelaron la forma en que los sobrevivientes habían recibido apoyo y ayuda de personas que no eran judías.

Uno de los testigos, Avraham Berman, prestó testimonio sobre los miembros de la resistencia polaca que habían ayudado a los judíos a escapar del gueto de Varsovia; Abba Kovner, que lideró el levantamiento en el gueto de Vilna, habló de la ayuda que los judíos habían recibido del Sargento alemán Anton Schmid; Joseph Melkman, identificó al salvador neerlandés Joop Westerweel, asesinado por los alemanes debido a sus actividades; Henrietta Samuel habló de la noruega Ingebjorg Sletten-Fosstvedt, que ayudó a los judíos a escapar a la Suecia neutral; Hulda Campiano dio testimonio sobre la ayuda que su familia había recibido en Italia de laicos y sacerdotes católicos; y otros testigos relataron el rescate de la comunidad judía en Dinamarca. En 1962, cuando finalizó el juicio contra Eichmann, el Museo de Conmemoración del Holocausto de Yad Vashem en Jerusalén resolvió iniciar un programa para que las personas no judías que habían arriesgado su vida para salvar a los judíos fueran reconocidas y honradas públicamente por el Estado de Israel. Se creó una comisión presidida por un magistrado del Tribunal Supremo con objeto de establecer los criterios para discernir esta distinción. La comisión pública debía realizar su cometido mientras hubiera pruebas fiables que identificaran a los salvadores de los judíos que debían ser honrados.

El primer presidente de la Comisión fue el magistrado del Tribunal Supremo Moshe Landau, quien presidió el juicio contra Eichmann. Fue sucedido por el magistrado del Tribunal Supremo Moshe Bejski, quien había sido salvado por Oskar Schindler, que también declaró en el juicio contra Eichmann.

La Comisión decidió que los criterios básicos que se debían cumplir para tener derecho al título de “Justo” eran que la persona hubiera arriesgado su vida y seguridad para intentar salvar como mínimo a un judío, sin recibir ningún beneficio material, y que su historia pudiera ser corroborada por el beneficiario. Cada salvador que cumpliera esos criterios tendría derecho a que se plantara un árbol a su nombre en una arboleda creada específicamente para ese fin, denominada Avenida de los Justos. La avenida conduce al Museo del Holocausto, que alberga los archivos de los hechos horrendos de la Solución Final. Los árboles recuerdan a los visitantes que la última palabra la tuvieron los salvadores y no los perpetradores de esos crímenes. Tras la plantación de unos 2.000 árboles, se resolvió construir un espacio especial en Yad Vashem para continuar honrando a los Justos: el Jardín de los Justos. En el Jardín de los Justos, se graban en piedra los nombres de las personas que se honran cada año, para que permanezcan allí por toda la eternidad. Además, cada salvador debía recibir una medalla acuñada especialmente con su nombre y un diploma de honor. Para quienes no pudieran viajar a Israel, esas distinciones se entregarían a través de los representantes diplomáticos de Israel residentes en el exterior, para indicar que el Estado de Israel reconocía el comportamiento heroico y humanitario del salvador.

Hasta ahora, en la conmemoración del cincuentenario del Programa de los Justos de las Naciones, alrededor de 25.000 nombres de salvadores ornan el monumento de Yad Vashem. Además, en una enciclopedia de 10 volúmenes publicada por Yad Vashem se describen los actos humanitarios y los riesgos que corrieron las vidas de las personas que las hicieron acreedoras a ese reconocimiento, y se asegura que la memoria de estas vidas ejemplares se preserve durante las generaciones venideras. Por razones de espacio, no puedo mencionar a todos estos caballeros del espíritu, como Joop Westerweel de los Países Bajos, quien condujo a los judíos que huían a través de las fronteras de Bélgica y Francia hasta las altas cumbres de los Pirineos en la frontera con España; la belga Andrée Geulen, que encontró refugios para varios centenares de niños judíos; el sacerdote franciscano francés Pierre Marie-Benoît, quien salvó a judíos tanto en Marsella como, bajo el nombre de Padre María Benedetto, en Roma; el italiano Giorgio Perlasca, que salvó a judíos en Budapest haciéndose pasar por representante diplomático de España; el alemán Oskar Schindler, quien salvó a más de mil judíos tanto en Cracovia (Polonia) como en Brunnlitz (Moravia); el Metropolitano Damaskinos Papandreou, quien invitó a los judíos que huían a refugiarse en las instituciones religiosas de la Iglesia Ortodoxa Griega en Atenas; lo propio hizo su par en Bulgaria, el Metropolitano Stefan; el polaco Jan Kozielewski, quien bajo el seudónimo de Karski viajó en misión especial a Inglaterra y a los Estados Unidos para alertar sobre el exterminio de los judíos polacos; la valerosa polaca Irena Sendler, quien ayudó a salvar a cientos de niños judíos que fueron sacados clandestinamente del gueto de Varsovia; el lituano Jonas Paulavicius, quien dio refugio a docenas de judíos y numerosos prisioneros de guerra soviéticos en su hogar en las afueras de Kaunas; y, por último, Janis Lipke, el estibador letón que sacó de contrabando a los judíos de los campos de concentración de la zona de Riga y los ocultó en una granja aislada que tenía en la costa del mar Báltico.

Las personas distinguidas con el título de “Justos de las Naciones” reciben diplomas en los que consta ese título. En algunos casos, se condecoró como “Justas” a comunidades enteras, por su papel en las actividades de auxilio y rescate. Algunos ejemplos son la comunidad francesa protestante de Le Chambon-sur-Lignon, en la que varios miles de judíos hallaron refugio en diferentes épocas; la ciudad neerlandesa de Nieuwlande, en la provincia de Drente, que también albergó a cientos de judíos; la organización clandestina danesa que facilitó la huida de judíos a la cercana Suiza. El Justo polaco Wladyslaw Bartoszewski (posteriormente designado Ministro de Asuntos Exteriores de Polonia) también plantó un árbol a nombre de Zegota, la organización clandestina polaca dedicada a ayudar a los judíos fugitivos. Decenas de diplomáticos recibieron también el título de Justos por desobedecer o malinterpretar las restricciones o limitaciones de sus gobiernos respecto del otorgamiento de visados a los judíos. Entre ellos cabe mencionar a Aristides de Sousa Mendes, el cónsul general de Portugal en Burdeos, que otorgó miles de visados de tránsito a judíos y otras personas que tenían razones para temer las represalias nazis. Y no debemos olvidar al legendario Raoul Wallenberg, el diplomático sueco que fue enviado a Hungría para salvar a los judíos, que sumaron miles, y cuya desaparición a manos de los soviéticos es todavía un penoso misterio.

Tuve el privilegio de ser parte de este programa durante 24 años y tener la oportunidad de escribir numerosos libros y artículos sobre este fenómeno inspirador y alentador. Ahora que estoy dedicado a la docencia aquí, en Nueva York, sigo buscando personas que sobrevivieron gracias a la ayuda de otros. Como parte del equipo de la Anti-Defamation League/Hidden Child Foundation y en mi carácter de consultor de la Fundación Raoul Wallenberg, ayudo a estos sobrevivientes a preparar sus testimonios y documentación para enviarlos a Yad Vashem, con el fin de que sean examinados en el marco del programa “Justos de las Naciones”. Tenemos la obligación de transmitir a futuras generaciones no solo el legado de los horrores del Holocausto, sino también la historia de los Justos. Las enseñanzas de estos actos heroicos pueden encender la llama de la bondad en otros, una cualidad innata de toda la humanidad. Esa bondad puede comenzar con un pequeño acto y, luego, como lo demostraron muchos salvadores, ampliarse y crecer para ayudar a más de una persona durante períodos más prolongados. No es necesario ser un santo con aureola para realizar un acto tan piadoso. Muchos de los que figuran en la lista de los Justos de Yad Vashem fueron personas que llevaban una vida normal y que, cuando se les presentó de pronto el desafío de ayudar a judíos fugitivos, se transformaron, súbita e instintivamente, tal vez abrumados por las circunstancias, en salvadores.

Esa es la historia de Lorenzo Perrone, un albañil que apenas sabía expresarse y que, en 1944, se encontró formando parte de un equipo asignado a cierto proyecto de construcción en el campo de Auschwitz. Fue allí donde accidentalmente conoció a su compatriota, el italiano Primo Levi, un prisionero judío que había sido asignado a ayudarlo a mezclar cemento. En ese momento, algo se despertó en la mente y el corazón de Lorenzo. No fue solo su aprecio por el afable Levi, sino algo más: el compromiso de ayudarlo a sobrevivir Auschwitz, un infierno en la Tierra, que bien podría servir de telón de fondo para El Infierno de Dante. Inicialmente, su compromiso se tradujo en pasarle a Levi alimentos que robaba de la cocina italiana. Durante los seis meses siguientes, todas las mañanas Lorenzo le traía a Levi una escudilla del comedor militar llena de sopa, que escondía cuidadosamente bajo algunos tablones, y le pedía que la devolviera vacía antes de que llegara la noche. Avanzada la noche, cuando todos los trabajadores italianos estaban profundamente dormidos, Lorenzo entraba a hurtadillas a la cocina y raspaba los restos que quedaban en las ollas; estos restos era lo que llevaba a Levi el día siguiente. A veces podía agregar una rodaja de pan a la sopa diaria. Un pensamiento acuciante de Primo Levi era cómo hacerle saber a su madre, que vivía oculta en Italia, que no debía preocuparse mucho, pues estaba vivo, aunque en un campo de concentración alemán. Los judíos tenían rigurosamente prohibido escribir; sin embargo, los trabajadores civiles no judíos, como Perrone, podían hacerlo. Lorenzo aceptó escribir una carta, redactada por Levi en lenguaje cifrado, y enviársela a la madre de Levi por intermedio de una amiga no judía.

Sorprendentemente, en agosto de 1944, Primo Levi recibió una carta de su hogar, seguida por un paquete que le enviaron su hermana y su madre, ambas ocultas en Italia. El paquete contenía sucedáneo de chocolate, galletas y leche en polvo. “Describir su verdadero valor, el efecto que me produjo… supera las capacidades del lenguaje común”, escribió Levi después de la guerra. Demás está decir que si se hubiera descubierto el verdadero motivo del autor de estas cartas, las vidas de Levi y Perrone hubieran corrido grave peligro. En las propias palabras de Levi, Perrone “era bueno y simple y no creía que hubiera que hacer el bien a cambio de una recompensa”.

Primo Levi estaba cuando menos estupefacto por la bondad de Lorenzo, justamente en un lugar como el campo de concentración, donde la conducta civilizada y los actos morales habían quedado reducidos a la nada. “Un hombre que ayudara a otros por puro altruismo era incomprensible, extraño, como un salvador que hubiera descendido del cielo… Nadie sabe lo que le debo a este hombre; nunca jamás podré retribuírselo”, escribió Levi en una carta a un amigo el 6 de enero de 1945, poco después del fin de la guerra(3). Terminada la guerra, cuando volvieron a encontrarse, en Italia, Lorenzo le confió a Primo que cuando estaban en Auschwitz había ayudado a otras personas, pero que no había creído necesario hablar de eso. “Estamos en este mundo para hacer el bien, no para jactarnos de hacer el bien”, le dijo al atónito Primo. La escritora Carole Langier, hablando de Primo Levi, se expresó así: “Sin Lorenzo Perrone no habríamos contado con uno de los testigos y escritores más importantes de la Shoá (Holocausto), tal vez el más importante de todos”. En 1998, Yad Vashem distinguió al finado Lorenzo Perrone con el título de Justo de las Naciones.

La bondad de Lorenzo dejó una huella profunda en el pensamiento de Levi, según lo atestiguó en su primer libro de posguerra, Si esto es un hombre:

           “¿Por qué yo, en lugar de otros miles, pude sobrevivir la prueba? Creo que le debo mi vida a Lorenzo; no tanto por su ayuda material como por haberme recordado constantemente, con su presencia, su manera tan natural y sencilla de ser bueno, que todavía había un mundo justo fuera del nuestro, algo y alguien todavía puro e íntegro, que no era ni corrupto ni salvaje, ajeno al odio y al terror… por lo cual valía la pena sobrevivir… Su humanidad era pura e incontaminada, fuera de este mundo de negación. Gracias a Lorenzo no me olvidé de que yo mismo era un hombre.”(4)

Lorenzo Perrone y miles de otras personas que figuran en el libro de los Justos de las Naciones de Yad Vashem actuaron de acuerdo a la máxima del antiguo sabio judío Hillel: “Si solo estoy para mí, ¿cuál es mi mérito?” Un pasaje posterior del Talmud afirma también que “Quien salva una vida es como si hubiera salvado al mundo entero”. Esta es una lección que merece ser recordada, en aras del futuro y de una humanidad moralmente más justa.

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Preguntas

  1. ¿Quienes son los “Justos de las Naciones”?
  2. ¿Conocía el Programa de los Justos de las Naciones antes de leer el artículo de Mordecai Paldiel? ¿Qué mensaje transmite este programa a los estudiantes?
  3. ¿Sabe si alguien en su país ha recibido el título de Justo de las Naciones? En caso afirmativo, ¿qué sabe de ellos?
  4. ¿Qué valores, a su juicio, demostraron los salvadores? ¿Por qué cree que estuvieron dispuestos a arriesgar sus vidas para salvar a otros?
  5. ¿En qué medida es esencial la responsabilidad individual para combatir el genocidio?

(1) Este programa se estableció para honrar a las personas no judías que auxiliaron y rescataron a los judíos durante el Holocausto.

(2) SS: Este grupo paramilitar de la élite del partido nazi, denominado en alemán “Shutzstaffel”, estaba a cargo, entre otras cosas, de aplicar las políticas de seguridad y población del Tercer Reich.

(3) Departamento de los Justos de las Naciones, Yad Vashem, expediente Perrone, Lorenzo, 02/8157.

(4)Primo Levi, If This Is A Man (Nueva York, Orion Press, 1959), pág. 142.

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La serie de documentos de debate brinda un foro en el que académicos especializados en el holocausto y la prevención del genocidio generan temas de debate y estudio sobre estas cuestiones. Se les solicitó a estos autores, que provienen de una variedad de culturas y formaciones, elaborar documentos de debate basados en sus propias perspectivas y experiencias en particular. Los puntos de vista expresados por estos autores no necesariamente reflejan la posición de las Naciones Unidas respecto de estos temas.


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