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Gran angular

La ciudad, un circo bajo una carpa estrellada

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El universo efímero de la feria de atracciones, visto por el artista francés Cyrille Weiner. Obra: Sin título No. 9 de la serie Día de fiesta, 2016 (detalle).

El escritor Thomas B. Reverdy ha elegido casi siempre el ámbito urbano como escenario de sus novelas. Obsesionado por la “insoportable presencia de la ausencia” en nuestras ciudades deshumanizadas, el autor imagina el nacimiento de minúsculas resistencias.

Thomas B. Reverdy

“¡Estas son las ciudades!” La célebre exclamación pertenece a Rimbaud. Es la frase que inicia una de las Iluminaciones, en la que el poeta describe no una ciudad sino una carpa de circo, sus máquinas y habitantes-acróbatas, los espacios, los números, los recorridos y los múltiples sonidos que la pueblan, caóticos, ciegos entre sí, pero pautados como una partitura. En 1872, tres años después de la publicación póstuma de Spleen de París de Baudelaire, la ciudad se había convertido en una imagen. Podría utilizarse como metáfora, pero esta metáfora no diría lo que es una ciudad, sino lo que evoca. No la producción o el comercio, sino los desplazamientos, el anonimato, los oficios que desaparecen y la pobreza que surge de repente en las grietas de la riqueza visible. Desde la isla de Thomas More, la mayoría de las utopías son urbanas. Las distopías lo son todas. La ciudad es un ámbito imaginario. Un espectáculo. Un circo.

Sitios de desplazamiento

Casi siempre he situado la trama de mis relatos en la ciudad. Debería decir que la trasladé a la ciudad. Las ciudades permiten la ubicuidad, estar en casa y ser extranjero al mismo tiempo, y este desplazamiento es fundamental. Es el paso lateral, la visión oblicua, es el intersticio en la realidad, la discordancia que de repente crea espacio para el despliegue de una ficción. Así que cuando, en mi segunda novela, trasladé parte de la intriga a Brooklyn, frente a Manhattan, estaba obedeciendo a esa necesidad de distanciar a mi sujeto. Lo alejaba doblemente: primero a Nueva York, ciudad que conocía bien pues la visitaba con frecuencia pero donde no vivía; y luego a Brooklyn, que no es la Nueva York que imaginamos, desde Francia. Este distanciamiento fue ciertamente fundamental para mí, poco a poco me fue orientando hacia la novela –antes de eso, mi primer relato era muy autobiográfico.

Pero este cambio tuvo un efecto inesperado: me impuso un espacio. A medida que me alejaba adrede de territorios más familiares, tenía que multipicar la documentación, comprobar detalles, efectos de la realidad e imágenes. Descubrí, en el centro mismo de su urdimbre, una compleja imbricación de palabras y realidad: necesitaba el desplazamiento que me ofrecía la ciudad extranjera, pero tan pronto como situaba allí el relato, necesitaba realidad para nutrirlo. Pero no realidad cruda, de lo contrario me hubiera quedado en París, en casa, sino realidad mediatizada, imágenes, símbolos, fragmentos y palabras. A partir de recuerdos, pero también de testimonios, fotos, relatos, novelas, películas y mapas, tenía que recomponer un espacio, hacerlo “real”, devolver a esta ciudad su vida circense.

Ciegos, unos de otros

Siento gran admiración por los escritores cuya imaginación se despliega en grandes espacios naturales, como Cormac McCarthy, pero tenía otras razones para desplazar mis novelas al ámbito urbano. Porque también creía que una ficción moderna debía dar cuenta de nuestros recorridos ciegos y de nuestro anonimato. Hoy en día, en París, vivo en un edificio donde la gente inclina la cabeza cuando se encuentra en el ascensor. En el metro, la mayoría de las veces, apenas se atreven a mirarse a la cara. Es raro recorrer la ciudad sin toparse al menos con una persona que habla sola de modo inquietante, uno o dos mendigos, un individuo visiblemente sociópata y quizás psicótico, y en algunas estaciones con un drogadicto que fuma crack al final del andén. A veces, alguien que ya hemos visto. Una persona con la que nos hemos cruzado en el vecindario o a la misma hora en el metro. Sin embargo, nunca sabremos cuál es su nombre, a qué se dedica o por qué ese día parece feliz. Este mendigo que habla y elige sus palabras, con su ligero acento extranjero, ¿de dónde vino y cómo llegó aquí? ¿Estos jóvenes que parecen disfrazados van a una fiesta? ¿A un concierto? ¿Qué estudian? ¿En quién sueñan convertirse? y, ¿tendrán éxito? Son las ficciones modernas. Somos un pueblo que avanza a tientas en nuestras vidas minúsculas, sin vernos mutuamente. Nuestras vidas, cronometradas por los horarios de los trenes de cercanía, todavía resisten un poco en el fondo de nuestros corazones a la ciudad-máquina, pero debemos admitir que un simple encuentro se ha convertido en un milagro. Hoy en día ya no podemos narrar las vidas de Julien Sorel, Frédéric Moreau o Bel-Ami1.

También están los atentados. Puede ser por eso. El 11 de septiembre2. Todos los nombres grabados desde entonces en la piedra negra, para dar un nombre a los anónimos. Los héroes de nuestro tiempo son anónimos.

Frágil como un recuerdo humano

Regresé a Nueva York en 2008 para escribir L’Envers du monde [El reverso del mundo]. La acción se ubica en 2003, en el cráter de la Zona Cero. Se comete un asesinato racista, o al menos se supone que es racista. Seguimos a los personajes que giran en torno a esta historia como si se tratara de un centro vacío, de una ausencia incomprensible, que es obviamente la sombra de las Torres Gemelas. La ciudad ofrece aquí otra de sus características, que podría llamarse su geología: la ciudad está formada por estratos. En su uso los olvida, pero los lugares llevan consigo las huellas. La ciudad hace que la historia forme parte de nuestra vida cotidiana. En 2003 Estados Unidos pasó de la guerra punitiva en Afganistán a la guerra preventiva en Iraq. También fue el año en el que se votó el magnífico proyecto de Daniel Libeskind. El cráter de la Zona Cero, histórico y simbólico, donde las torres del World Trade Center se habían dado vuelta en la tierra como un guante, ese lugar cargado de significados se convertía en un sitio extraño y transitorio: ya no era la explanada de las Torres Gemelas y aún no era la Torre de la Libertad. Un lugar de memoria tan frágil como un recuerdo humano. Me pareció que era la tarea del arte de hoy, fijar este tipo de sitio que es también un momento. La obra de Libeskind, admirable en inteligencia, también lo dice a su manera, al cavar, en el emplazamiento de los edificios desaparecidos, esos interminables pozos de sombra que imprimen, en el espacio, el lugar ausente de las torres.

Porque el duelo, como el recuerdo, como la ruina, y la materia maldita del escritor, o de cualquier artista, es exactamente eso: la presencia insoportable de la ausencia.

Empecé a rastrearla. En Japón, después de Fukushima3, donde viví para escribir Les Évaporés [Los evaporados] en la que un desaparecido voluntario cruza el camino de los condenados desarraigados por el desastre. La rastreé en Detroit, Michigan, donde toda una metrópoli se hundía en la bancarrota, con dos tercios de sus habitantes esfumados, arrastrados por la crisis económica y financiera de 2008. Detroit la ciudad-máquina, la ciudad de Ford y General Motors, la Metrópolis4 del sueño americano que devoraba a sus hijos. Detroit, que se asfixiaba sin habitantes, la primera ciudad de este tamaño en experimentarlo, “como el canario en la mina de carbón” advertían quienes acusaban de irresponsabilidad a los bancos y a la comunidad empresarial. Detroit, cuyas ruinas, como las de una civilización remota, de fábricas, supermercados, escuelas o teatros, invadidas por la vegetación, se asemejaban a una especie de trágico Planeta de los simios5. El sueño angustioso y profético de un mundo libre de nosotros.

No fui a Detroit durante la escritura de la novela. Existían innúmeras fotos, relatos de periodistas del Detroit Free Press como Charlie LeDuff, y otros. Obtener información, saber qué estaba ocurriendo, dónde situar las cosas, no era un problema. Por el contrario, Detroit estaba documentada hasta la saturación. El problema fue salir de todo eso.

Resistir al encanto del flautista

Una de mis ideas fue la analogía de esta crisis automovilística con el cuento medieval alemán del flautista de Hamelin: un pueblo devastado por la peste utiliza a un flautista que con su instrumento de sonido encantador saca a las ratas lejos del pueblo y las ahoga en el río. Pero cuando regresa, se le niega el pago: no tenemos dinero, le dicen. Despiadado, el flautista encanta a todos los niños del pueblo y los lleva tras de sí. Los ahoga en el río. A principios del siglo XX, el flautista del capitalismo industrial había atraído a Detroit a los trabajadores pobres de las zonas rurales del sur de Estados Unidos, en especial a los negros, con la promesa de un futuro brillante. Por entonces, el flautista vendía casas y autos a crédito. Pero cuando la gente no quiso pagar el tributo, cuando se rebelaron durante los disturbios de 1967, el flautista se enojó. Entonces se fue con el trabajo a China, y en Detroit poco a poco la gente volvió a caer en la pobreza. A pesar de su crueldad, este cuento requería de una imaginación infantil. Una de las historias de la novela es, por tanto, la huida de un grupo de niños que aprovechan la desorganización del transporte y de las escuelas de la ciudad para vivir una especie de aventura, en el terreno baldío de una escuela abandonada. Algo que se parecía un poco a La isla del tesoro6. Pero tenía un problema con la realidad. Mi historia se situaba entre dos quiebras: la de Lehman Brothers el 15 de septiembre de 2008 y la de General Motors7 el 1º de junio de 2009. Estos eran hitos históricos y objetivos. Sin embargo, los chicos no podían haber sobrevivido todo este tiempo. Empecé a seguirlos la víspera de Todos los Santos, en la Noche del Diablo8: estaban quemando una casa abandonada. Unos días después, se fugaban. Estábamos a principios de noviembre. Finalmente decidí que podían aguantar hasta Navidad. Era un máximo razonable. Pero eso me obligó a tergiversar toda la realidad.

En la novela, General Motors ya no es GM, se convierte en “La Compañía”. La cronología está trastocada. Comprimo la documentación en un plazo de dos meses. Y de repente, todo se aclara. La lógica de la ficción se impone a la realidad. Si mi historia de distopía, bancarrota y selva urbana se prolonga hasta Navidad entro entonces en el invierno. Hace frío en Detroit en invierno. Y de repente, esta ciudad de la que había visto mil imágenes se convierte en algo más que un decorado. Se anima de manera orgánica. Observo mentalmente la nieve que cae sobre el césped, amortiguando los pasos. Veo el viento adentrarse a través de las ventanas rotas de los edificios vacíos, silbando mientras gira por las casas abandonadas. Puedo sentir el sabor metálico del frío que se desliza en la ropa húmeda que ya nada podrá mantener caliente. Veo que los halos de la iluminación de las calles se desvanecen, reemplazados por el misterioso titilar de la nieve bajo la luna plateada. Y este Detroit fantasmagórico, de ficción, no es menos real que el real –en el Detroit real en ese momento la gente moría todos los días. Pero se vuelve comunicable, representable. En la ciudad-máquina, de nuevo podemos volver a imaginar destinos humanos. Minúsculas resistencias. Si la historia dura hasta Navidad, es porque es un cuento, que no tiene por qué ser cruel. Los niños, quién sabe, podrán sobrevivir.

Y la ciudad se convierte de nuevo en un circo, donde se dirime el destino de los acróbatas anónimos, sin red, que se deslizan de trapecio en trapecio, rozándose unos a otros sin verse, atrapándose unos a otros en vuelo, con la esperanza de un descanso, de un encuentro, como un milagro a escala humana, bajo la carpa estrellada.

Nombres citados

  • Baudelaire, Charles (1821-1867), poeta francés
  • LeDuff, Charlie (1966), periodista estadounidense
  • Libeskind, Daniel (1946), arquitecto estadounidense
  • McCarthy, Cormac (1933), escritor estadounidense
  • More, Thomas (1478-1535), filósofo, teólogo, jurista y político inglés, autor de Utopía.
  • Rimbaud, Arthur (1854-1891), poeta francés

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1. Nombres de protagonistas de novelas francesas: Julien Sorel, El rojo y negro (1830) de Stendhal; Frédéric Moreau, La educación sentimental (1869) de Gustave Flaubert; Bel-Ami, apodo del protagonista principal de la novela homónima (1885) de Guy de Maupassant.

2. Referencia a los atentados del 11 de septiembre de 2001 que destruyeron edificios simbólicos de Estados Unidos.

3. Referencia al accidente nuclear catastrófico de Fukushima (Japón), de marzo de 2011.

4. Metrópolis es una película de ciencia ficción del director austro-alemán Fritz Lang, realizada en 1927, inscrita en el Registro Memoria del Mundo de la UNESCO. Una visión distópica de la ciudad del siglo XXI.

5. El planeta de los simios es una novela de ciencia ficción (1963) del escritor francés Pierre Boulle, que inspiró la película homónima del cineasta estadounidense Tim Burton en 2001, así como una serie de películas producidas por la compañía estadounidense 20th Century Fox.

6. La isla del tesoro (1883) es una novela de aventuras del escritor escocés Robert Louis Stevenson.

7. Lehman Brothers fue un banco de inversión multinacional que quebró después de 158 años de existencia. General Motors es un fabricante de automóviles de EE.UU., que se declaró en bancarrota el 1 de junio de 2009.

8. La Noche del Diablo, el 30 de octubre, es la víspera de Halloween.

 

Foto: Cyrille Weiner - fotógrafa

Thomas B. Reverdy

El escritor francés Thomas B. Reverdy fue galardonado por sus novelas Les Derniers Feux (2008) (Últimos fuegos), L'Envers du monde (2010) (El revés del mundo), Les Évaporés (2013) (Los evaporados), Il était une ville (2015) (Érase una vez una ciudad) y L’Hiver du mécontentement (2018) (El invierno del descontento).