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Gran angular

De vuelta a las islas Lau, a toda vela

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Treinta “guerreros climáticos del Pacífico”, representantes de doce naciones insulares apoyados por cientos de australianos, bloquearon el mayor puerto de carbón del mundo situado en Australia, en señal de protesta contra los efectos del cambio climático.

"Durante miles de años, nuestros padres nos enseñaron a respetar y a cuidar el océano. Pero las fuerzas que lo atacan y destruyen hoy están fuera de nuestro alcance. No conseguimos controlarlas ni gestionarlas", declara Fuluna Tikoidelaimakotu Tuimoce, joven navegante de Fiji. Testimonio.

Fuluna Tikoidelaimakotu Tuimoce

Me llamo Fuluna Tikoidelaimakotu Tuimoce. Mi nombre les dice quién soy y de dónde vengo. Vengo de un pequeño país, Fiji, en el mayor océano del mundo, el Pacífico. Vivo en Korova, un pequeño pueblo cerca de Suva, la capital. Pero mi pueblo proviene de una isla aún más pequeña, Moce ("mo-dey"), que pertenece al archipiélago de las Lau.

Somos un pueblo de marineros. A lo largo de nuestra milenaria historia, la tierra ha sido nuestro lugar de descanso; el océano Pacífico, nuestro lugar de vida. Nos ha proporcionado alimentos y protección. Es el camino que tomamos día a día; el lugar donde comerciamos. Hoy en día, nuestro océano no es más que la sombra de lo que fue; cada vez más contaminado, ácido, sobreexplotado y caliente. Su nivel sube sin cesar.

Durante miles de años, nuestros padres nos enseñaron a respetar y cuidar el océano. Pero las fuerzas que lo atacan y destruyen hoy están fuera de nuestro alcance. No conseguimos controlarlas ni gestionarlas.

Somos un pueblo de navegantes. Nuestros veleros eran los más grandes y rápidos del mundo cuando los europeos llegaron por primera vez a nuestro océano.

En el siglo XVIII, el capitán Cook señalaba que el Tu'i Tonga "giraba alrededor de nuestro navío como si hubiéramos echado el ancla". El Tu'i Tonga era un drua construido en casa, en las islas Lau. Era mayor y tres veces más veloz que el barco de Cook; contaba con más tripulación y podía navegar aprovechando el viento al máximo, como lo haría un yate moderno.

Los druas, una proeza tecnológica

Los druas representaban la cumbre del éxito tecnológico. Se fabricaban sin metal. Solo se usaba madera, hierba, nueces, piedra, huesos y piel de tiburón. La destreza acumulada durante miles de años permitió que nuestros ancestros construyeran, en nuestras pequeñas islas, miles de estas grandes piezas artesanales y que las "exportaran" a todo el Pacífico central. Cada isla tenía su propio medio de transporte, abastecido por una energía renovable, gratuita y siempre disponible.

Todos los "exploradores" europeos describían el Pacífico como un océano repleto de veleros que lo surcaban. Éramos un pueblo "en movimiento".

A pesar de los ciclones, los tsunamis y otras catástrofes naturales habituales en el Pacífico, para nuestros ancestros el océano jamás representó un obstáculo. Nunca hablaban de vulnerabilidad, de aislamiento o repliegue: nuestros druas y nuestra capacidad de navegar a gusto, nos convertía en pueblos "conectados". No éramos "pequeños países", "insulares", "en desarrollo". Éramos, y seguimos siéndolo, grandes comunidades del océano.

El archipiélago de las Lau ha sido descrito a menudo como un conjunto de islas hermosas y bien conservadas, entiéndase idílicas, y nuestro pueblo como uno de los más hospitalarios y amistosos del mundo. ¡Y es cierto!

Un barco a la deriva

Pero la realidad es más compleja: nuestros países del Pacífico están en la primera línea del cambio climático. Aunque no somos responsables del fenómeno, nos hallamos en un barco a la deriva que, poco a poco, nos aleja de la costa y los atolones, transforma paulatinamente el océano en un caldo ácido saturado de plástico, blanquea lentamente los corales y destruye las reservas de agua y alimentos. Terminará, para algunos de nosotros, por devastar totalmente los hogares, países y contextos culturales. Para todos, terminará provocando cambios de tal magnitud que nuestros mayores no tendrán la capacidad de remediarlos ni nuestros hijos los medios para hacerles frente.

Mi pueblo no conoció nunca los motores fuera de borda. Somos parte de ese puñado de comunidades que todavía surca el océano a vela. Nuestros mayores son los últimos que todavía saben cómo construir y mantener veleros. Cuando yo tenía tres años mi padre perdió la vida, navegando en uno de los últimos druas, entre las islas Lau y Suva.

Mi comunidad es un vestigio del pasado. Nuestras embarcaciones son pequeñas, no son ni la sombra de los enormes druas que construían nuestros abuelos y sus padres. Hacemos uso de ellas diariamente para ir al arrecife, pescar y abastecernos de alimentos y forraje. Pero ya solo podemos soñar con aquella flota numerosa que nuestros jefes enviaban hacia otros países, hasta el fin del mundo entonces conocido.

El sueño de un niño

Entonces, ¿qué podemos hacer? Hemos decidido no aceptar pasivamente nuestro destino. Durante los últimos años, hemos hecho renacer nuestro patrimonio marítimo y, en mi caso, tuve la suerte de navegar con una pequeña flota a través del Pacífico.

Ya lo hemos recorrido varias veces, de isla en isla y, más recientemente, de un continente a otro, entre América y Australia. A cada puerto llevamos un mensaje de esperanza: no es demasiado tarde para sacar al mundo del estado de coma en que lo han sumido el consumo excesivo de bienes y la globalización, ni para acabar con la destrucción irracional del océano y el planeta.

Nuestra cultura ancestral renace hasta en el rincón más recóndito del océano, desde Manus en Papúa Nueva Guinea hasta los archipiélagos de la Polinesia francesa, pasando por Namdrik, en las Islas Marshall. Pero sabemos que solo se trata de un primer paso que no podrá detener la subida de la marea.

No cabe duda de que si perdemos nuestra cultura de navegantes, lo perderemos todo. En otros tiempos nuestras embarcaciones recibían el nombre de waqa tabu (naves sagradas). Estos son nuestros iconos, nuestra herencia, la definición de quiénes somos y a dónde pertenecemos. Son los símbolos de una época en que vivíamos en armonía con los vientos y las olas; cuando éramos un gran pueblo en un vasto océano.

Esos barcos representan los vínculos que nos unen a nuestro pasado y que aún no se han roto del todo. Tenemos pocos recursos, pero tratamos de que los conocimientos de los mayores no desaparezcan cuando ellos ya no estén; que puedan conservarse para las generaciones venideras. Construimos nuevas embarcaciones, por ahora pequeñas, pero nos estamos preparando para el día en que nuestros druas surquen otra vez las aguas del Pacífico.

Debemos empezar por el principio. La construcción del futuro se apoya en las experiencias del pasado. Cuando éramos niños, nuestros padres nos enseñaron a construir bakanawa, unos modelos reducidos de druas. Después del colegio o los fines de semana, hacíamos regatas. Tuve la suerte de ser uno de los pocos niños de mi generación que crecieron "navegando" como nuestros ancestros lo hicieron durante miles de años.

¿Qué mejor entonces, entre las cosas que pudiera hacer hoy y de cara al cambio climático, que construir un drua y navegar con las velas desplegadas hasta mi isla?

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Imagen: Jeff Tan