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El ser humano es responsable de la pandemia

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La agroindustria intensiva en el noreste de Brasil (región de Matopiba) es la causa principal de la deforestación masiva del Cerrado, uno de los ecosistemas de mayor diversidad en el mundo.

Es muy sencillo echarle la culpa a un murciélago, pero cabe preguntarse si la pandemia que ha venido a azotar al mundo no es achacable a la ciega destrucción de la naturaleza y de los hábitats ancestrales de especies vivas por parte del hombre. En efecto, los expertos estiman que existe una relación directa entre la merma de la biodiversidad, debida esencialmente a las actividades humanas, y la propagación de patologías mortíferas como la COVID-19. En su opinión, la única forma de impedir que este tipo de nuevas enfermedades nos aniquilen consiste en preservar a toda costa los ecosistemas y la diversidad biológica..

John Vidal

Escritor, periodista y excronista de la sección medioambiental del diario “The Guardian”

 

En 1997 hice un reportaje sobre los incendios incontrolados que devoraban desde meses atrás grandes extensiones de los bosques tropicales vírgenes de Borneo. Un intenso episodio del fenómeno climático El Niño había provocado una espantosa sequía y una espesa capa de niebla amarillenta cubría gran parte de los territorios de Indonesia y Malasia, así como otras regiones vecinas. 

Los daños humanos y ecológicos eran considerables. Ardía una parte de los bosques mejor preservados y de mayor diversidad biológica del planeta, poniendo en peligro la vida de miles de especies de plantas y aves, así como de animales tan singulares como el orangután. El cielo estaba oscurecido, la temperatura había bajado bruscamente, los árboles ya no florecían, los cultivos vegetaban y millones de personas se veían aquejadas de graves afecciones respiratorias. 

Cuando meses más tarde las lluvias del monzón apagaron los incendios, a centenares de kilómetros de los bosques carbonizados se declaró una inexplicable enfermedad mortal cerca de la ciudad de Sungai Nipah, situada al oeste de Kuala Lumpur, la capital de Malasia. En esa región se criaban decenas de miles de puercos a proximidad de explotaciones frutícolas de mangos y durianes. Los puercos, primero, y muchos habitantes del lugar, después, empezaron a sufrir por un motivo desconocido convulsiones y fuertes jaquecas. Para impedir la propagación de esa nueva enfermedad sumamente contagiosa fue necesario sacrificar muchos centenares de miles de cerdos, pero antes de ello hubo que lamentar la muerte de 105 personas. 

Tuvieron que pasar seis años, hasta 2014, para que especialistas en ecología de las enfermedades infecciosas emergentes encontraran el vínculo existente entre la quema de los bosques en Borneo y la epidemia de las granjas porcinas en Malasia. Ese año se supo, por fin, que algunas especies de murciélagos frugívoros que pueblan los árboles con flores y frutos de la selva de Borneo habían emigrado a causa de los incendios de 1997 en búsqueda de su sustento habitual. 

En su huida, esos murciélagos llegaron hasta Sungai Nipah donde se les vio suspendidos de los árboles, desde los que dejaban caer restos de la fruta que consumían en los corrales de cerdos situados debajo. Bien es sabido que los murciélagos son portadores de numerosos virus, como el del ébola o el de Marburgo, que han dado lugar a la aparición de enfermedades letales en África. En el caso de Malasia, los científicos descubrieron que los llegados a Sungai Nipah eran portadores del virus Nipah con el que contaminaron a los cerdos por conducto de su orina y sus desechos alimentarios.

La devastación de la naturaleza por el ser humano  

El virus Nipah es el causante de una sola de las centenas de enfermedades animales, o zoonosis, transmitidas a los seres humanos en el último medio siglo. Resulta cada vez más evidente que la transmisión de virus al hombre es en gran parte consecuencia directa de su acción devastadora en la naturaleza. Actualmente, se cifra en un millón el número de especies vivas que la humanidad ha llegado a poner en peligro de extinción.

“Cuanto más destruyamos la naturaleza, más posibilidades habrá de que aparezcan enfermedades temibles como la COVID-19”, dice Kate Jones, catedrática de ecología y biodiversidad del University College de Londres. Según ella, hay una gran coincidencia entre las enfermedades infecciosas emergentes y la destrucción de la diversidad biológica por culpa de las actividades humanas. 

Entre esas enfermedades emergentes se cuentan algunas de las más letales padecidas por la humanidad en su historia: el sida, el ébola, la fiebre hemorrágica de Marburgo, la fiebre de Lassa y la viruela de los monos, procedentes de África; la fiebre hemorrágica por virus Machupo, la enfermedad de Chagas y el síndrome pulmonar por hantavirus, provenientes de América Latina; la infección por virus Nipah, surgida en Asia del Sudeste; la infestación por virus Hendra, aparecida en Australia; el síndrome respiratorio por coronavirus de Oriente Medio (MERS-CoV), identificado en Arabia Saudita; y el síndrome respiratorio agudo severo (SRAS) o la COVID-19, procedentes de China. Algunas de estas enfermedades, como el ébola, guardan relación con la deforestación y otras, como la enfermedad de Lyme, se deben a la extensión de los centros urbanos por terrenos recién roturados. Un gran número de ellas podrían tener su origen en las actividades cinegéticas, la comercialización de animales salvajes y la cría intensiva de de animales domésticos. 

Repercusiones de las actividades humanas

Kate Jones estima que cuando abrimos carreteras en medio de los bosques, fragmentamos los ecosistemas, explotamos minas en regiones apartadas y fomentamos el comercio mundial, no solo destruimos la fauna silvestre, sino que creamos condiciones óptimas para que surjan nuevas patologías contagiosas. “La pérdida de biodiversidad –dice– desempeña un papel cada vez más importante en la aparición de virus peligrosos y, entre los factores causantes de la degradación de la diversidad biológica y del surgimiento de nuevas enfermedades, cabe destacar la deforestación masiva, el deterioro y la fragmentación de hábitats de especies vivas, la agricultura intensiva, el comercio de animales y vegetales, los hábitos alimentarios humanos y el cambio climático antrópico. Es preciso saber que, hoy en día, dos tercios de las enfermedades infecciosas emergentes provienen de la fauna salvaje. La preservación de los ecosistemas y la biodiversidad nos ayudará a mitigar la prevalencia de algunas de ellas. De los métodos que utilicemos para cultivar, explotar los suelos, proteger los ecosistemas costeros y gestionar los recursos forestales dependerá que arruinemos nuestro futuro o que garanticemos nuestra supervivencia.”

Sean O’Brien, director general de NatureServe –una ONG de expertos científicos sin fines de lucro con sede en los Estados Unidos, especializada en asesorar a organismos de preservación de la biodiversidad– subraya que “el factor causante de las enfermedades emergentes no es la pérdida o disminución de la diversidad biológica, sino la interacción del ser humano con ésta”. Y lo explica así: “La frecuencia de los contactos entre la fauna salvaje y el hombre –y por consiguiente el riesgo para éste de contraer enfermedades desconocidas hasta ahora– aumenta con la agricultura intensiva, y más concretamente con la roturación de terrenos para extender los cultivos y la ganadería. Así es como propiciamos el agrupamiento de animales salvajes que normalmente habrían permanecido distanciados entre sí en la naturaleza, y de esta manera creamos eslabones anómalos en una cadena susceptible de transmitir la enfermedad de una especie salvaje al ser humano por intermedio de otra especie animal, aun cuando se diera el caso de que esa patología no hubiese podido infectarnos directamente. 

A mayor biodiversidad, menos enfermedades

Una mayor riqueza de la biodiversidad entrañaría una mayor circulación de virus y agentes patógenos entre los animales y, por consiguiente, sería lógico suponer que esto podría aumentar las posibilidades de que se transmitan al hombre. Sin embargo, múltiples estudios demuestran que cuanto mayor es el número de especies vivas menos enfermedades hay, y que una diversidad biológica floreciente tiene un efecto protector en las especies que evolucionan juntas. Solamente cuando se altera un sistema natural se transmiten virus como los causantes del ébola y de la COVID-19.

Especialista en ecología de enfermedades infecciosas emergentes del Bard College de Annandale (Estado de Nueva York), Felicia Keesing nos advierte de que los cambios medioambientales van a tener consecuencias graves para el hombre, y explica que cuando la biodiversidad de un ecosistema disminuye los primeros en abandonarlo son los grandes mamíferos, es decir, animales cuya tasa de reproducción es baja. Esto permite la proliferación de animales pequeños con gran capacidad reproductora –ya sean mamíferos como las ratas y los murciélagos, o parásitos como las garrapatas– que son reservorios de agentes patógenos susceptibles de infectar a los humanos. Keesing ha estudiado en ecosistemas de todo el mundo hasta un total de doce patologías, entre las que figuran la fiebre del Nilo Occidental y la enfermedad de Lyme, y siempre ha podido comprobar que su prevalencia aumentaba con la pérdida de biodiversidad. 

Los animales domésticos amontonados en hábitats con escasa biodiversidad también pueden propagar nuevas enfermedades, según Eric Fèvre, titular de la cátedra de veterinaria de enfermedades infecciosas de la Universidad de Liverpool. “Los animales criados en régimen de ganadería intensiva –dice– suelen ser el producto final de una pérdida de diversidad biológica. Al seleccionar las mejores vacas, cerdos o pollos, el hombre crea vastas poblaciones de animales que con frecuencia viven en condiciones de cría intensiva y que son muy similares en el plano genético. Esto conlleva el riesgo de que surjan enfermedades y de que puedan propagarse muy rápidamente cuando esas poblaciones genéticamente uniformes son receptivas a los virus. Aunque la COVID-19 proceda de un murciélago, quizás se haya amplificado en un sistema de ganadería intensiva antes de contagiar al ser humano.”

Este punto de vista lo apoya un estudio de cuatro años de duración realizado bajo la dirección de Christine Kreuder Johnson, responsable de un centro de investigaciones del One Health Institute, perteneciente a la facultad de veterinaria de la Universidad de California-Davis. Dicho estudio pone de manifiesto que los virus más peligrosos para el hombre son los de los animales que éste caza y cuyos hábitats más destruye. “La consecuencia de esto –dice Kreuder Johnson– es que comparten sus virus con la especie humana. La acción de ésta pone en peligro la supervivencia de las especies animales e incrementa los riesgos de contagio simultáneamente. Cuando convergen múltiples factores por un azar desafortunado se genera el tipo de desastres que sufrimos actualmente. Al quebrar las barreras naturales entre las especies vivas y al destruir la biodiversidad hemos abierto las puertas a la irrupción del virus causante de la COVID-19 y, potencialmente, a muchos otros virus y agentes patógenos.”

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