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Construir la paz en la mente de los hombres y de las mujeres

¿Quién posee la ciencia?

Durante mucho tiempo la ciencia fue un asunto que incumbía sobre todo a los responsables políticos y a los investigadores de las grandes potencias. “Tengan confianza en nosotros — decían a los ciudadanos — trabajamos para ustedes, para su seguridad y su prosperidad.”

Este contrato tácito entre ciencia y sociedad ya no es válido. En la batalla económica mundial, la investigación sirve cada vez más al mercado y se orienta hacia la innovación tecnológica. Las fronteras se esfuman entre los laboratorios, públicos y privados, y los servicios comerciales de las empresas. Entonces, ¿cómo la ciencia, que se asimila cada vez más a un “recurso comercial”, puede beneficiar a todos?

Roland Waast y Sophie Boukhari

“Lo que es bueno para la ciencia es bueno para la humanidad.” Hasta el término de la guerra fría, unos pocos contestat a rios se atrevían a poner en duda este postulado, heredado de la filosofía de las Luces y reforzado después de la Segunda Guerra Mundial. La ciencia estaba adornada de una aureola benéfica pese a las amenazas de apocalipsis nuclear que había hecho posibles. En el Este como en el Oeste, le correspondía una misión sagrada: garantizar la seguridad y la prosperidad de las naciones.

En Estados Unidos, acaudalado dirigente del “mundo libre” después de 1945, se impuso la idea de que los ciudadanos debían confiar en el Estado y en los científicos y que era preciso gastar sin tasa ni medida en la investigación fundamental y militar: con el tiempo la ciencia pura produciría necesariamente aplicaciones útiles para el progreso y el bienestar de la sociedad. Se encargó a las universidades y a grandes fuentes de financiación, como la National Science Foundation o a los distintos cuerpos del ejército, la misión de determinar las prioridades de la investigación. En Francia también se estimaba que los ciudadanos debían tener confianza en las autoridades, que optaban por una ciencia más “orientada”: cabía al Estado la responsabilidad de definir una política y ámbitos estratégicos, y luego administrar y financiar los organismos de ejecución adecuados (el Centro Nacional de Investigación Científica, el Comisariado de la Energía Atómica, etc.) .El resto del mundo se inspiró en esos modelos.

Esos dispositivos tenían la ventaja de otorgar una cierta autonomía a los investigadores. Valoraban la investigación fundamental que produce nuevos saberes con innumerables aplicaciones. Pero también sirvieron de coartada para justificar gastos públicos suntuarios, con fines civiles y militares. Y el contrato tácito entre investigadores y sociedades adolecía de un déficit de unive rsalidad y de democracia: la ciencia se desarrollaba esencialmente en algunos centros metropolitanos, en un marco nacional, y los simples ciudadanos jamás eran consultados. Las orientaciones de la investigación dependían esencialmente de elites políticas y científicas y de los “complejos militares industriales” de algunas grandes potencias.

Desde hace unos veinte años se han producido grandes cambios en el mundo de la investigación. La capacidad de iniciativa del Estado se ha debilitado. La ideología del progreso despierta dudas y controversias. El prestigio de la ciencia, apoyada en las tecnocracias públicas, ha perdido terreno. Sus grandes orientaciones tienen cada vez más en cuenta los intereses de las empresas privadas, que hoy día en ciertos países industrializados financian y realizan dos terceras partes de la investigación.

Esta nueva situación obedece a diversos factores. Desde los años setenta, los beneficios de la tecnociencia empezaron a cuestionarse, en especial por los medios ecologistas y en el Tercer Mundo. Al término de la guerra fría, los intereses estratégicos que justificaban importantes financiamientos públicos cambiaron, y los fondos otorgados por razones militares disminuyeron considerablemente. Estados Unidos advirtió entonces con angustia que el Japón, donde la investigación estaba dominada por la industria, realizaba proezas en sectores de vanguardia como la informática, la electrónica o los nuevos materiales. Por último, mientras los rendimientos económicos se tornaban preponderantes, se difundió ampliamente la idea de que la empresa era mucho más eficaz para lograr el bienestar de los pueblos que el establishment político y científico. En esta batalla por la competitividad, la ciencia perdió su supremacía en provecho de la “innovación” tecnológica (p. 21-24): el objetivo número uno fue entonces desarrollar nuevos productos y procedimientos de fa b ricación innovadores.

Como el poderío de una nación depende de sus resultados económicos — y por ende de su capacidad de innovación —, se estima que todos sus actores, inclusive el Estado y las universidades, han de reforzarla. Por doquier, los dispositivos de investigación se reestructuran para producir prioritariamente objetos inéditos, más rápido y más barato (p. 27). Los científicos son menos apreciados por su desinterés que por su sentido de eficacia mercantil. En vista de ello, las fronteras entre el sector público y el sector privado se difuminan. Se tienden puentes entre ambos, que los investigadores son cada vez más numerosos en franquear (p. 20). Asimismo, se torna difusa la distinción entre la investigación fundamental y la aplicada, llamadas a interactuar de manera permanente (p. 23) Es particularmente marcada la sinergia entre las empresas de alta tecnología — que realizan 40% de la ID industrial privada en los países industrializados. Por un lado, esas evoluciones, paralelas a la mundialización de los intercambios económicos, no hacen más que reforzar el predominio de la tríada Estados Unidos-Europa-Japón sobre la investigación (p. 28-29). Aún cuando algunos países de Asia, como China (p. 31), aumenten su capacidad de innovación, regiones enteras están en vías de exclusión. La ciencia “al margen de la tríada” había permitido progresos que no son de despreciar — en medicina, agricultura, ciencias naturales, economía, etc. — y a continuación se había desarrollado fuertemente dentro de algunos nuevos Estados independientes. Por último, la investigación decae en ciertos países de América Latina, se derrumba en los países de la ex URSS y se desertifica en el Africa negra (p. 32 a 34).

Por otra parte, un proceso de mundialización parcial de la investigación está en curso: la cooperación internacional se refuerza (esencialmente, de nuevo, entre países de la tríada y entre países asiáticos), aunque más no sea porque los presupuestos públicos se han reducido dentro de cada país (p. 30).

Los trastornos que se han producido en el unive rso de unos 4,5 millones de científicos e ingenieros del planeta no han dejado de suscitar vivos debates. Al intentar poner a la ciencia al servicio del mercado, ¿no se corre el riesgo de que la mayor parte de la humanidad quede privada de sus beneficios? Al obligar a las universidades y a los laboratorios del Estado a mejorar su rentabilidad, ¿no se va a liquidar la investigación fundamental, en la que el sector público desempeña un papel decisivo?

¿Cómo luchar contra las desviaciones de la obtención de patentes — que no se limita a proteger las aplicaciones de la investigación sino que permite también “privatizar” algunos descubrimientos? ¿Cómo contrarrestar la aparición de una cultura del secreto que amenaza la libre circulación de los conocimientos ( p p.25-26)? ¿Cómo evitar que sectores completos de la investigación se descuiden y que sólo algunos “senderos tecnológicos” se exploren, cuando son cada vez más las empresas que tratan de crear monopolios imponiendo sus normas? En la era de la genética y de lo virtual, ¿cómo erigir frenos éticos y conjugar el principio de precaución con la ley de máxima rentabilidad? Todas estas preguntas deberían incitar a los responsables a dar nuevo impulso a una actividad científica realmente universal (véase el recuadro arriba). Deberían también motivar a la opinión pública a iniciar el debate indispensable sobre los medios y los fines de la investigación (pp. 35-36). Pero para eso los ciudadanos tendrían que saber lo que está sucediendo.

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Mayo de 1999